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Mi primer relato

Según algunos, en las antiguas tradiciones de Australia, el hombre está hecho para cantar, esa es su funcion, y por eso tienen las letras...

Velocidad









Madrid se discurre de noche en un atardecer eterno: sin luna y sin forzar la vista, (desde cualquier ventana que de a un patio donde los haya), puedes ver a los murciélagos, hábiles cazadores, y sus requiebros. Hacen virar sus cuerpos en el aire, adelante, atrás, de lado, en un baile que sus homólogos aéreos del día no pueden imitar. El cielo, cuando está cubierto de nubes, se muestra en tonos anaranjados e infernales, recordándonos que la estatua del Angel Caído está cerca, muy cerca de nosotros.

Las gasolineras del extrarradio derraman su luz azul y blanquecina, recostando sus cierres sobre el asfalto sediento de cualquier verano; sus ventanillas (lugares indómitos dónde la economía no tiene resuello) prometen fácil acceso a gasolinas, tentempies intempestivos, bebidas y prensa por el precio ampliamente aceptado de sus bostezantes recados, hombros resignados y ojos dolidos. 

La vigilia no cesa de engullirnos, unos detrás de otros; atrayéndonos voraz, vertiginosamente trasnochada, cada vez más cerca de esa línea quimérica que separa lo real de lo imposible.

Un grupo de muchachas ríen sus primeras salidas, se acercan a la gasolinera y piden una botella grande de agua; el carmín es morado y la negrura del rimel se ha deslizado oscureciendo su mirada; una ha bebido y su risa es escarlata; otra ha ligado, y desde sus francesitas azules, desde las que parece descalza, hasta su cabello amarillo ondea sueños locos llenos de doradas esperanzas; la tercera llega tarde y esconde de los cigarros las marcas; pagan, vuelven a casa, un coche las espera en marcha, el hermano mayor de una de ellas es el chofer silencioso de sus frágiles manos atoradas. 

Un coche rojo espera el semáforo al otro lado de la calzada; la música clásica se desliza por la ranura de sus cristales, las ventanillas apenas un par de centímetros bajadas. Dentro una pareja; él informático, con dinero, con éxito, tratando de comenzar una vida estable; ella jovial y risueña, estudiando la carrera y sintiéndose princesa; vienen de una cena; solamente una nube: el cuñado de él le ha tirado los trastos, ella sabe que no llegará jamás el agua al río, pero no puede negarse que no ha sentido frío; la sonrisa de él tiene el calor de los abrazos vacíos.

El semáforo se pone en verde, y en verde, al ponerse en marcha, un mosquito vuela, consigue volar, desde el capó, hasta una verde enredadera.

Una habitación aislada, un cúmulo de lágrimas desbordándose con las luces de la terraza, sollozos de cajera insomne, cuyos oídos siguen escuchando los pitidos de las cajas; el hambre de su soledad le acecha y le atenaza. 

La edad avanzada de un hombre escucha dos pisos arriba, sueña con los ojos abiertos que se transforma en héroe, que deja de esperar y actúa, que le toca la lotería y soluciona los problemas de toda su familia, que se trasladan al lado rico, que deja de oír sollozos, que consigue plantar lechugas. Su mujer le llama desde la cama, mañana tienen que acudir al médico, mañana.

A tres o cuatro manzanas se escucha la sirena de una ambulancia, dentro llevan a un esquizofrénico con taquicardias, un sanitario le acompaña; el conductor habla con el manos libres, está concertando una cita para cuando acabe su jornada; le estará esperando un pollo asado con patatas en la casa de su amiga, a la que conoce desde hace dos semanas. 

Una casa afortunada, tipo chalet y adosada, con garaje y dos entradas. Dentro una mujer con su herencia enquistada, tuvo que perder a sus padres para regresar a la vivienda, trata de venderla, pero no hay manera. Su carrera es lo primero, es mujer y cirujana, ayer ya perdió su último paciente, pero trata de mantener la calma, calcula la sal para la salsa.

La motocicleta de Miguel va a setenta kilómetros, a estas horas no hay nadie que le estorbe y puede repartir sus paquetes por cualquier zona de Madrid rápidamente, le gustan estos chalets, tal vez algún día… De repente se le cruza una limousina rosa, ha estado cerca, las que están dentro están locas.

En la limusina Rosa medio ahogada piensa: “dentro de tres horas Rodrigo tiene colegio, no sé cómo voy a llevarle”

Una golondrina se lanza en picado, mostrando las proezas de su vuelo, hasta el límite, para demostrar lo cerca que puede llegar del terreno, forzando hasta el estupor sus virajes en el último momento; una vez tras otra, ante el estupor de nuestros anhelos; de repente algo más vira: ha roto el punto del no retorno; justo ante nuestros ojos: ha ido demasiado lejos, sabiéndolo ha tratado de salvar la vida, ha volteado y parecería que el aterrizaje ha sido exitoso; pero sus alas no pueden alzarse de nuevo, golpean contra la acera, son demasiado largas para permitir que vuelva al cielo. Un niño lo sabe, se acerca, la recoge con sus manos, la eleva lanzándola hacia lo eterno, y la golondrina vuela, puede volver a su mundo aéreo; sin embargo ha sido demasiado tarde, todas las suyas la repudian, el motivo, más que acertado: huele a humano, no tiene remedio.

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