Entrada destacada

Mi primer relato

Según algunos, en las antiguas tradiciones de Australia, el hombre está hecho para cantar, esa es su funcion, y por eso tienen las letras...

No avisó a nadie, se fue un domingo aún de madrugada, a las tres de la noche. Dejó la habitación revuelta, con la ropa más gastada tirada por los suelos. Atravesó el comedor desierto, con aquella mesa redonda y sus seis sillas sencillas, con una televisión impoluta de polvo, con apenas tres baldas de libros que nadie había leído. Se escuchaban las respiraciones del sueño de la familia: Los padres y los dos hermanos mayores. 
Abrió la puerta silenciosamente, con cuidado de no despertar a nadie. La escalada en los pirineos sería magnífica, había que darse prisa para coger carretera.
Hasta los pantalones bailan, tendidos en sus terrazas, los primeros rayos del sol al viento fresco de esta mañana.

rojos

En lo más profundo de las cuevas de Atilava no entraba la luz del Sol
Las montañas de Aruel, cuyos horst y graben, con sus subidas y bajadas de terreno características, forjasen sus formas sobre las duras cualidades del granito y las pintorescas manchas de las piedras de gneis, de naturaleza similar al anterior; refulgentes siempre en la claridad del mediodía; estaban salpicadas por obscuras y llanas pizarras, por blancas cuarcitas y gloriosos granates, ávidos de ser tallados por la mano del hombre.
En las llanuras que las proclamaban, apenas disuelto entre matorrales bajos y diversos pastos, aparecía, salpicando la estepa, ese árbol enano y retorcido que es el olivo.
Era más arriba, entre los robles melojos y los fresnos, frente a un grupo aislado de hayas, dónde se hallaban las citadas cuevas, dando posada y abrigo a las lumbres cásicas de las gentes de Esquida.
Los rojos de las llamas que consumían los troncos de pino, jugaban a saltar unos sobre otros, asustando a las obscuridades de las pizarras.
Entre aquellos rojos, que atesoraban los misterios de los antiguos ritos, que, en aquellas tierras, les adjudicaban, en la cabeza de los lugareños, el poder de concentrar las fuerzas del nacimiento y de la vida, el ímpetu y la vigorosa salud del orden y de las voluntades, en los grumos de silicatos que habrían de convertirse en los más codiciados amuletos, nació Giur.
Giur, hijo del hombre, vino al mundo con el fin de la talla del mayor de los granates conocidos, aquél que habría de entregarse, junto con el niño, al Emperador Hij.
Los pétalos de setecientas ochenta y tres amapolas y dos nardos, tirados al viento, en la hora del primer anochecer, y retirados al alba siguiente, del mismo día del alumbramiento del hijo del Emperador, así lo requerían.
Para la salvación del pueblo, tras la guerra civil, no bastaba la mono del futuro monarca; tendría que tener un sabio a su lado, un consejero que respirase su mismo aire, cada noche, y bebiese su misma leche, cada mañana, desde el primer día de su vida.
Todas las doncellas en edad fértil de Esquira fueron llamadas a las puertas del palacio Imperial, en la llanura de Yuy, setecientas ochenta y cinco fueron contadas.
Cuando el primer vástago del Emperador Hij llegó al mundo, se verificó la virginidad de las congregadas, dos no pasaron la prueba, y quedaron fuera. Setecientas ochenta y tres fueron recibidas por los hombres de palacio durante el espacio de tres meses. De todas ellas sólo cincuenta y una quedaron encinta.
En las cuevas de Atilava se encontraba el artesano encargado de la futura joya, con el encargo de darle forma, a la milagrosa piedra, a lo largo de las lunas, desde la llegada de las afortunadas.
Ciento dos sirvientes se encargaban de suministrar comida y agua, dos por cada muchacha, teniendo prohibido el contacto con cualquier humano que no fuese su protegida.
Los doscientos sabios del Emperador Hij alimentaban los fuegos, con troncos resinosos y hojas de romero, por turnos de siete. Todos ellos imploraban la sana llegada del retoño, y todos deseaban que su turno les diese cabida, por el designio de las llamas, a escuchar el llanto, del primer neonato, mientras miraban las ascuas de sus maderas, ya que aquél sería el signo de los educadores del nuevo sabio.
Fue a las tres horas del amanecer del día siguiente a las siete lunas y tres noches de la ocupación de las cuevas de Atilava, cuando, la primera moza parturienta, dio a luz a Giur.
Mala fortuna que hubiese sido hombre, siendo el turno de cinco mujeres las que se hallaban mirando sus brasas, el noble artesano dio punto final, a la estrella roja, con el primer llanto de Giur; pero saliendo con ella a la luz de la mañana, el primer rayo de sol que refulgió en el amuleto, iluminó la frente del recién nacido trocando en serenidad su atavío.

Y así Giur, hijo del hombre, fue elegido sabio del Imperio, trasladado de inmediato junto al hijo del Emperador Hij, para respirar cada noche de su mismo aire y beber cada mañana de su misma leche, con siete sabios encargados de su futura educación, de los cuales cinco fueron mujeres, con la mayor estrella de granate terminada, con el brillo incandescente, en la mirada, de las llamas del Astro Sol, sobre las montañas de Aruel y con el calor de las lumbres causicas de las gentes de Esquida en su habla.
La cosa se nos fué de las manos, pero continuamos

La sombra

La amistad de sus ojos era tozuda, y al alzar las cejas se movían marionetas en su boca.
De oler se encargaba una intrépida nariz, columpio desacompasado, péndulo absurdo sobre la abundancia que todo intentaba taparlo.
Aún recuerdo la ausencia de su sombra, que jamás le acompañaba; un día me enseñó postales dónde se observaba, con mucho sol, un par de margaritas y alguna rosa, unas con aderezo, la otra no. Allí se había marchado la obscura de vacaciones.
Como quería ser serio hasta la corbata le sobraba y, bien anudada en su percha, cada noche, en el ropero, la abandonaba

Lluvia en el verano de la ciudad

luvia de incertidumbre estacional, de amanecer obscuro, la primavera está sujeta con un clip aún a este verano tuyo. 
El cielo no puede adjetivarse azúl, parece grisaceo, papiro obscuro.
El agua transparente escribe sobre los barcos que forman la hojarasca actual, colillas sin preludios en esta ciudad, que te hecho de menos, aunque sea viendote llorar.

desapareciendo

algunas veces me imagino los sueños como la reconciliación con Dios, una suerte de dialogo en el que reconozco su existencia. Un buhó se posa en la almohada cuando cierro mis ojos, quiere llevar mi espíritu volando por los cielos, hasta que se desintegre fundiendose con lo uno, bello y abstracto.
"todavia me pregunto que mas habra que preguntarse la proxima vez
Te amo y aún no lo sabes, pero date prisa que me siento tan sola porque ni siquiera apreces en mis sueños

movimiento


Frente a la estación del tren las hojas de los árboles se acariciaban unas a otras, aprovechando las palmadas del viento, y la que estaba más cansada, después de una larga vida de contemplación, aprovechó su último aliento para descender planeando sobre la mejilla de Eulalia.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo mientras la suavidad de la extraña surfista se deslizaba desde el rosado presagio de la cara de la mujer, por el cuello y hacia el pecho. La complicidad del aire la dejó allí prendida.
La mano de Eulalia cogió la hoja y todo lo que el roce había ido despertando en su alma de pronto se iluminó con una mirada

La lluvia pasada

LLovía a baldes, nosotros eramos, nos sentiamos lo seres más afortunados del universo, yo la envolvía con mi gabardina mientras ella con la mayor de las inocencias y completamente confiada posaba la mano sobre mi pecho latiente.
Mi casa estaba aún muy lejos y el deseo de hacerla mía era algo que me desbordaba; a duras penas, mientras caminabamos por aquella acera sucia y mojada y con los adoquines destartalados, ella conseguía infundirme la serenidad y la confianza necesarios para el momento que habría de llegar; pronto, lo más pronto posible, gritaban mis nervios, y ella, cogiendome con sus dulces manos a ambos lados del cuello, chocaba su cabeza contra la mía fundiendome con su mirada. Una eternidad esperaría por ella, por aquella promesa de sus ojos que me esclavizaba y dominaba por completo.
En aquella situación la excitación era tál que apenas era consciente del frio y de la tela empapada de aquel aguacero.
La intensidad de la luz blanca, que las nubes dispensaban y dispersaban a su antojo, ayudaba a hacer crecer el ambiente místico de aquella tarde, casí fantasmagoríco, en la agonía del deseo contenido, que con tanta precisión se grabaría fotograma a fotograma en mi memoria.
No sé Manolo, ahora ella está siempre distante, hace mucho de aquella primera vez, de aquel apoyo que me prestaba. La Diosa que ví en ella, la que satisfaccía cada uno de mis sueños, esa mujer... Siento que ya no le pertenezco, que me ha tirado cómo un clinex, que accedió a casarse conmigo pero núnca estuve a la altura de sus expectativas.
A veces me planteo dejarla, dejarla volar libre en ese magnifico vuelo que , sueño, sólo ella podría dibujar en el cielo. La veo irse con la serenidad de su perfección, convirtiendo mis sentimientos en una mezcolanza de orgullo y humildad, por haber sido tocado por ella; pero entonces, recuerdo ese primer día, esos enormes ojos que me decían: "Toda tuya", recuerdo la promesa de seguir con ella ante la adversidad, y no puedo, simplemente no puedo abandonarla.
Ella ha sellado mi destino, siempre juntos, cómo un simple clinex abandonado a la suerte de su presencia indiferente, abandonado a la suerte del mendigo de sus caricias, de sus besos, cómo un pordiosero en busca de las migajas que quedan de todo lo que un día me dió.
Ojalá volviese a llover a baldes esta tarde. Ahora tán sólo dejame hundirme en la presencia de los recuerdos, presentame la copa que me haga olvidar la desdicha de la realidad y dejame fundirme con la blanca luz que dispensan y dispersan las eternas nubes de aquélla fantasmagórica, triste, dulce, eterna tarde del olvido de su abrazo.

La canica

En el parque del Oeste, un grupo de niños jugaba a la pelota. A un par de metros de los árboles que hacían las veces de portería, había un niño sentado en el césped...

Nacho miraba absorto la canica que le había regalado su abuelo. Era una canica de cristal transparente, ni amarillento ni verdoso, completamente transparente. En el centro tenía láminas opacas de colores, como tantas otras canicas, verdes, amarillas, blancas e incluso una azul. Pero lo que más llamaba la atención de Nacho, era la colocación de aquellas vetas en aquella canica. Era una canica especial: se la había regalado su abuelo.

Los gorriones y verdecillos aleteaban entre las ramas verdes, pero él seguía mirando aquella bolita vidriosa. Entre todas las canicas que habían pasado por sus manos, pocas eran de cristal transparente. En algunas se podía imaginar un bello paisaje a través de sus vetas; una playa con cielo azul, o un pasto con cielo blanco. En esta canica, en todas y cada una de las combinaciones de vetas que podía ver, era posible imaginar un lugar que explorar y dónde perderse.

-¡Nacho! Venga. Vamos a casa. - Le gritó un anciano. Y Nacho, obediente, se levantó del césped, se metió la canica en el bolsillo y se acercó a su abuelo.

Hacía buen tiempo y apetecía pasear, por eso habían salido. Por eso y porque el abuelo, decía que, los misterios de sus arrugas, necesitaban la oportunidad de irse a vivir a las montañas; pero que, para poder hacerlo, tenían que verlas primero.

"-Mira lo que hacen estos misterios. Estas venas azules que se ven aquí, allá serán como ríos." Eso era lo que decía el abuelo cuando Nacho se preguntaba a qué se referiría.

Al final, Nacho, entendió que un misterio es un misterio; y que el abuelo, por ser mayor, debía entender mucho más sobre esas cosas. Se contentaba con imaginarse que la cara de su abuelo, al que quería mucho, era tan grande cómo la cordillera del horizonte.

Como los padres de Nacho eran unas personas serias y muy formales, se pasaban el día trabajando y cuando volvían a casa, se traían, como él, los deberes. No iban a pasear con el abuelo y él, porque además tenían que cuidar de todo, para que no faltase de nada.

Hoy era domingo, no tenía que ir al colegio, así que podía estirarse cómo sólo él sabía y disfrutar del tiempo libre. Su madre andaría limpiando a fondo la cocina y su padre estaría intentando ayudarla; aunque siempre acababa liándolo todo, se le daba mejor la plancha.

Ellos nunca tenían tiempo, así que, a él, entre semana, le iba a recoger del colegio una muchacha del edificio, llamada María, que de vez en cuando llegaba puntual. La mayoría de las veces le tocaba esperarla quince o veinte minutos, en la puerta de la clase, pero cómo siempre le traía una piruleta, no se quejaba nunca.

Algunas veces, cuando la chica llegaba realmente tarde, le llevaba a la tienda de Manuel, allí compraban una bolsa de arroz inflado y después iban corriendo a casa. Otras María, le contaba algún cuento, pero eran todos repetidos y casi se los sabía de memoria.

Nacho tenía dos amigos en clase, con el resto siempre andaba peleando, pero no le regañaban casi nunca porque siempre llevaba razón. A ninguno de ellos le enseñó la canica nunca, ni siquiera a María.

Al mediodía, la mesa siempre estaba puesta, cuando terminaba de comer, se encerraba en la habitación y soñaba con viajar, a lugares que tuviesen aquellos paisajes que tanto se parecían a las vetas de las canicas. Le gustaba imaginarse en el desierto amarillo y abrasador, o en el Ártico, cubierto de pieles, como salían en los documentales las personas que iban allí.


El rio

Paseamos: Me alagas y me enganchas,
cogida de tus dedos, punta con punta.

Dudas y risas: De tus ojos un guiño.
Te miro y me escondo, en tus laberintos,
de palabras nuevas, de sus sonidos.

Me gusta tu lengua: de enredadera,
acarcias un filo, en mis oidos.

Tu boca dibuja: arma de cupido.
Me quieres cazar, esta si que es buena,
con sabores viejos, con aquellos ritos.

Me gustan tus bailes: de vieja escuela,
rodeas un bache, en mi equilibrio.

Infieres el aire que yo respiro.
Tiemblo y me asombro, también suspiro.

Me gusta tu par de ojos: caza-gacelas,
humedeces un rio en mis sentidos.

ojo por ojo


Entré por la puerta de atrás de tus silencios, cuando traspasé a la cocina, quedé encantada con olores de jengibre y albahacas. Era tal la fuerza que aquellos aromas infundían en mi imaginación que quise poseer la receta de tus pociones.
Fue un acto de osadía, lo admito, pero quiese desvelar el misterio entero, no pude retenerme, lo lamento: Puse mi oreja contra la puerta intentandoescuchar tus secretos. La música más celestial me transformó en uno de esos entes etéreos, movido solamente por la voluntad de aquella, despojada, yo, de la consciencia, incluso de mi cuerpo.
Cuando apenas salida del tance, observé la luminosidad del jardín, me di cuenta de que estaba en un aprieto. Me dirigí entonces hacia la entrada, entendiendo lo fácil que era saber que había estado en tu casa, incómoda con mi propia presencia, así de descarada. Me resigné a salir por el camino, dónde está el abeto.
Si, toda la culpa fue mía: Olvidé cerrar la entrada delantera, con el despiste, y, al intentar escapar de lo probable, dejé una constancia ineludible. Pero aún así no lo entiendo. Al volver a mi casa, te encontré entre mis setos, y con aquella sonrisa me dijiste: "Ojo por ojo y hasta el día siguiente" No podía esperar que, en mi salón, junto a una botellita de gallego aguardiente, un besuguito aún caliente y una tuba impertinente, iba a encontrame de orquídeas tu ramillete.