Entrada destacada

Mi primer relato

Según algunos, en las antiguas tradiciones de Australia, el hombre está hecho para cantar, esa es su funcion, y por eso tienen las letras...

La canica

En el parque del Oeste, un grupo de niños jugaba a la pelota. A un par de metros de los árboles que hacían las veces de portería, había un niño sentado en el césped...

Nacho miraba absorto la canica que le había regalado su abuelo. Era una canica de cristal transparente, ni amarillento ni verdoso, completamente transparente. En el centro tenía láminas opacas de colores, como tantas otras canicas, verdes, amarillas, blancas e incluso una azul. Pero lo que más llamaba la atención de Nacho, era la colocación de aquellas vetas en aquella canica. Era una canica especial: se la había regalado su abuelo.

Los gorriones y verdecillos aleteaban entre las ramas verdes, pero él seguía mirando aquella bolita vidriosa. Entre todas las canicas que habían pasado por sus manos, pocas eran de cristal transparente. En algunas se podía imaginar un bello paisaje a través de sus vetas; una playa con cielo azul, o un pasto con cielo blanco. En esta canica, en todas y cada una de las combinaciones de vetas que podía ver, era posible imaginar un lugar que explorar y dónde perderse.

-¡Nacho! Venga. Vamos a casa. - Le gritó un anciano. Y Nacho, obediente, se levantó del césped, se metió la canica en el bolsillo y se acercó a su abuelo.

Hacía buen tiempo y apetecía pasear, por eso habían salido. Por eso y porque el abuelo, decía que, los misterios de sus arrugas, necesitaban la oportunidad de irse a vivir a las montañas; pero que, para poder hacerlo, tenían que verlas primero.

"-Mira lo que hacen estos misterios. Estas venas azules que se ven aquí, allá serán como ríos." Eso era lo que decía el abuelo cuando Nacho se preguntaba a qué se referiría.

Al final, Nacho, entendió que un misterio es un misterio; y que el abuelo, por ser mayor, debía entender mucho más sobre esas cosas. Se contentaba con imaginarse que la cara de su abuelo, al que quería mucho, era tan grande cómo la cordillera del horizonte.

Como los padres de Nacho eran unas personas serias y muy formales, se pasaban el día trabajando y cuando volvían a casa, se traían, como él, los deberes. No iban a pasear con el abuelo y él, porque además tenían que cuidar de todo, para que no faltase de nada.

Hoy era domingo, no tenía que ir al colegio, así que podía estirarse cómo sólo él sabía y disfrutar del tiempo libre. Su madre andaría limpiando a fondo la cocina y su padre estaría intentando ayudarla; aunque siempre acababa liándolo todo, se le daba mejor la plancha.

Ellos nunca tenían tiempo, así que, a él, entre semana, le iba a recoger del colegio una muchacha del edificio, llamada María, que de vez en cuando llegaba puntual. La mayoría de las veces le tocaba esperarla quince o veinte minutos, en la puerta de la clase, pero cómo siempre le traía una piruleta, no se quejaba nunca.

Algunas veces, cuando la chica llegaba realmente tarde, le llevaba a la tienda de Manuel, allí compraban una bolsa de arroz inflado y después iban corriendo a casa. Otras María, le contaba algún cuento, pero eran todos repetidos y casi se los sabía de memoria.

Nacho tenía dos amigos en clase, con el resto siempre andaba peleando, pero no le regañaban casi nunca porque siempre llevaba razón. A ninguno de ellos le enseñó la canica nunca, ni siquiera a María.

Al mediodía, la mesa siempre estaba puesta, cuando terminaba de comer, se encerraba en la habitación y soñaba con viajar, a lugares que tuviesen aquellos paisajes que tanto se parecían a las vetas de las canicas. Le gustaba imaginarse en el desierto amarillo y abrasador, o en el Ártico, cubierto de pieles, como salían en los documentales las personas que iban allí.


No hay comentarios:

Publicar un comentario