En el parque del Oeste, un grupo
de niños jugaba a la pelota. A un par de metros de los árboles que hacían las
veces de portería, había un niño sentado en el césped...
Nacho miraba absorto la canica que
le había regalado su abuelo. Era una canica de cristal transparente, ni
amarillento ni verdoso, completamente transparente. En el centro tenía láminas
opacas de colores, como tantas otras canicas, verdes, amarillas, blancas e
incluso una azul. Pero lo que más llamaba la atención de Nacho, era la
colocación de aquellas vetas en aquella canica. Era una canica especial: se la
había regalado su abuelo.
Los gorriones y verdecillos
aleteaban entre las ramas verdes, pero él seguía mirando aquella bolita
vidriosa. Entre todas las canicas que habían pasado por sus manos, pocas eran
de cristal transparente. En algunas se podía imaginar un bello paisaje a través
de sus vetas; una playa con cielo azul, o un pasto con cielo blanco. En esta
canica, en todas y cada una de las combinaciones de vetas que podía ver, era
posible imaginar un lugar que explorar y dónde perderse.
-¡Nacho! Venga. Vamos a casa. - Le
gritó un anciano. Y Nacho, obediente, se levantó del césped, se metió la canica
en el bolsillo y se acercó a su abuelo.
Hacía buen tiempo y apetecía
pasear, por eso habían salido. Por eso y porque el abuelo, decía que, los
misterios de sus arrugas, necesitaban la oportunidad de irse a vivir a las
montañas; pero que, para poder hacerlo, tenían que verlas primero.
"-Mira lo que hacen estos
misterios. Estas venas azules que se ven aquí, allá serán como ríos." Eso
era lo que decía el abuelo cuando Nacho se preguntaba a qué se referiría.
Al final, Nacho, entendió que un
misterio es un misterio; y que el abuelo, por ser mayor, debía entender mucho
más sobre esas cosas. Se contentaba con imaginarse que la cara de su abuelo, al
que quería mucho, era tan grande cómo la cordillera del horizonte.
Como los padres de Nacho eran unas
personas serias y muy formales, se pasaban el día trabajando y cuando volvían a
casa, se traían, como él, los deberes. No iban a pasear con el abuelo y él,
porque además tenían que cuidar de todo, para que no faltase de nada.
Hoy era domingo, no tenía que ir
al colegio, así que podía estirarse cómo sólo él sabía y disfrutar del tiempo
libre. Su madre andaría limpiando a fondo la cocina y su padre estaría
intentando ayudarla; aunque siempre acababa liándolo todo, se le daba mejor la
plancha.
Ellos nunca tenían tiempo, así
que, a él, entre semana, le iba a recoger del colegio una muchacha del
edificio, llamada María, que de vez en cuando llegaba puntual. La mayoría de
las veces le tocaba esperarla quince o veinte minutos, en la puerta de la
clase, pero cómo siempre le traía una piruleta, no se quejaba nunca.
Algunas veces, cuando la chica
llegaba realmente tarde, le llevaba a la tienda de Manuel, allí compraban una
bolsa de arroz inflado y después iban corriendo a casa. Otras María, le contaba
algún cuento, pero eran todos repetidos y casi se los sabía de memoria.
Nacho tenía dos amigos en clase,
con el resto siempre andaba peleando, pero no le regañaban casi nunca porque
siempre llevaba razón. A ninguno de ellos le enseñó la canica nunca, ni
siquiera a María.
Al mediodía, la mesa siempre
estaba puesta, cuando terminaba de comer, se encerraba en la habitación y
soñaba con viajar, a lugares que tuviesen aquellos paisajes que tanto se
parecían a las vetas de las canicas. Le gustaba imaginarse en el desierto
amarillo y abrasador, o en el Ártico, cubierto de pieles, como salían en los
documentales las personas que iban allí.
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