La amistad de sus ojos era tozuda, y al alzar las cejas se movían marionetas en su boca.
De oler se encargaba una intrépida nariz, columpio desacompasado, péndulo absurdo sobre la abundancia que todo intentaba taparlo.
Aún recuerdo la ausencia de su sombra, que jamás le acompañaba; un día me enseñó postales dónde se observaba, con mucho sol, un par de margaritas y alguna rosa, unas con aderezo, la otra no. Allí se había marchado la obscura de vacaciones.
Como quería ser serio hasta la corbata le sobraba y, bien anudada en su percha, cada noche, en el ropero, la abandonaba
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