En lo más profundo de las cuevas de
Atilava no entraba la luz del Sol
Las montañas de Aruel, cuyos horst y
graben, con sus subidas y bajadas de terreno características,
forjasen sus formas sobre las duras cualidades del granito y las
pintorescas manchas de las piedras de gneis, de naturaleza similar al
anterior; refulgentes siempre en la claridad del mediodía; estaban
salpicadas por obscuras y llanas pizarras, por blancas cuarcitas y
gloriosos granates, ávidos de ser tallados por la mano del hombre.
En las llanuras que las proclamaban,
apenas disuelto entre matorrales bajos y diversos pastos, aparecía,
salpicando la estepa, ese árbol enano y retorcido que es el olivo.
Era más arriba, entre los robles
melojos y los fresnos, frente a un grupo aislado de hayas, dónde se
hallaban las citadas cuevas, dando posada y abrigo a las lumbres
cásicas de las gentes de Esquida.
Los rojos de las llamas que consumían
los troncos de pino, jugaban a saltar unos sobre otros, asustando a
las obscuridades de las pizarras.
Entre aquellos rojos, que atesoraban
los misterios de los antiguos ritos, que, en aquellas tierras, les
adjudicaban, en la cabeza de los lugareños, el poder de concentrar
las fuerzas del nacimiento y de la vida, el ímpetu y la vigorosa
salud del orden y de las voluntades, en los grumos de silicatos que
habrían de convertirse en los más codiciados amuletos, nació Giur.
Giur, hijo del hombre, vino al mundo
con el fin de la talla del mayor de los granates conocidos, aquél
que habría de entregarse, junto con el niño, al Emperador Hij.
Los pétalos de setecientas ochenta y
tres amapolas y dos nardos, tirados al viento, en la hora del primer
anochecer, y retirados al alba siguiente, del mismo día del
alumbramiento del hijo del Emperador, así lo requerían.
Para la salvación del pueblo, tras la
guerra civil, no bastaba la mono del futuro monarca; tendría que
tener un sabio a su lado, un consejero que respirase su mismo aire,
cada noche, y bebiese su misma leche, cada mañana, desde el primer
día de su vida.
Todas las doncellas en edad fértil de
Esquira fueron llamadas a las puertas del palacio Imperial, en la
llanura de Yuy, setecientas ochenta y cinco fueron contadas.
Cuando el primer vástago del Emperador
Hij llegó al mundo, se verificó la virginidad de las congregadas,
dos no pasaron la prueba, y quedaron fuera. Setecientas ochenta y
tres fueron recibidas por los hombres de palacio durante el espacio
de tres meses. De todas ellas sólo cincuenta y una quedaron encinta.
En las cuevas de Atilava se encontraba
el artesano encargado de la futura joya, con el encargo de darle
forma, a la milagrosa piedra, a lo largo de las lunas, desde la
llegada de las afortunadas.
Ciento dos sirvientes se encargaban de
suministrar comida y agua, dos por cada muchacha, teniendo prohibido
el contacto con cualquier humano que no fuese su protegida.
Los doscientos sabios del Emperador Hij
alimentaban los fuegos, con troncos resinosos y hojas de romero, por
turnos de siete. Todos ellos imploraban la sana llegada del retoño,
y todos deseaban que su turno les diese cabida, por el designio de
las llamas, a escuchar el llanto, del primer neonato, mientras
miraban las ascuas de sus maderas, ya que aquél sería el signo de
los educadores del nuevo sabio.
Fue a las tres horas del amanecer del
día siguiente a las siete lunas y tres noches de la ocupación de
las cuevas de Atilava, cuando, la primera moza parturienta, dio a luz
a Giur.
Mala fortuna que hubiese sido hombre,
siendo el turno de cinco mujeres las que se hallaban mirando sus
brasas, el noble artesano dio punto final, a la estrella roja, con el
primer llanto de Giur; pero saliendo con ella a la luz de la mañana,
el primer rayo de sol que refulgió en el amuleto, iluminó la frente
del recién nacido trocando en serenidad su atavío.
Y así Giur, hijo del hombre, fue
elegido sabio del Imperio, trasladado de inmediato junto al hijo del
Emperador Hij, para respirar cada noche de su mismo aire y beber cada
mañana de su misma leche, con siete sabios encargados de su futura
educación, de los cuales cinco fueron mujeres, con la mayor estrella
de granate terminada, con el brillo incandescente, en la mirada, de
las llamas del Astro Sol, sobre las montañas de Aruel y con el calor
de las lumbres causicas de las gentes de Esquida en su habla.
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