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Mi primer relato

Según algunos, en las antiguas tradiciones de Australia, el hombre está hecho para cantar, esa es su funcion, y por eso tienen las letras...

rojos

En lo más profundo de las cuevas de Atilava no entraba la luz del Sol
Las montañas de Aruel, cuyos horst y graben, con sus subidas y bajadas de terreno características, forjasen sus formas sobre las duras cualidades del granito y las pintorescas manchas de las piedras de gneis, de naturaleza similar al anterior; refulgentes siempre en la claridad del mediodía; estaban salpicadas por obscuras y llanas pizarras, por blancas cuarcitas y gloriosos granates, ávidos de ser tallados por la mano del hombre.
En las llanuras que las proclamaban, apenas disuelto entre matorrales bajos y diversos pastos, aparecía, salpicando la estepa, ese árbol enano y retorcido que es el olivo.
Era más arriba, entre los robles melojos y los fresnos, frente a un grupo aislado de hayas, dónde se hallaban las citadas cuevas, dando posada y abrigo a las lumbres cásicas de las gentes de Esquida.
Los rojos de las llamas que consumían los troncos de pino, jugaban a saltar unos sobre otros, asustando a las obscuridades de las pizarras.
Entre aquellos rojos, que atesoraban los misterios de los antiguos ritos, que, en aquellas tierras, les adjudicaban, en la cabeza de los lugareños, el poder de concentrar las fuerzas del nacimiento y de la vida, el ímpetu y la vigorosa salud del orden y de las voluntades, en los grumos de silicatos que habrían de convertirse en los más codiciados amuletos, nació Giur.
Giur, hijo del hombre, vino al mundo con el fin de la talla del mayor de los granates conocidos, aquél que habría de entregarse, junto con el niño, al Emperador Hij.
Los pétalos de setecientas ochenta y tres amapolas y dos nardos, tirados al viento, en la hora del primer anochecer, y retirados al alba siguiente, del mismo día del alumbramiento del hijo del Emperador, así lo requerían.
Para la salvación del pueblo, tras la guerra civil, no bastaba la mono del futuro monarca; tendría que tener un sabio a su lado, un consejero que respirase su mismo aire, cada noche, y bebiese su misma leche, cada mañana, desde el primer día de su vida.
Todas las doncellas en edad fértil de Esquira fueron llamadas a las puertas del palacio Imperial, en la llanura de Yuy, setecientas ochenta y cinco fueron contadas.
Cuando el primer vástago del Emperador Hij llegó al mundo, se verificó la virginidad de las congregadas, dos no pasaron la prueba, y quedaron fuera. Setecientas ochenta y tres fueron recibidas por los hombres de palacio durante el espacio de tres meses. De todas ellas sólo cincuenta y una quedaron encinta.
En las cuevas de Atilava se encontraba el artesano encargado de la futura joya, con el encargo de darle forma, a la milagrosa piedra, a lo largo de las lunas, desde la llegada de las afortunadas.
Ciento dos sirvientes se encargaban de suministrar comida y agua, dos por cada muchacha, teniendo prohibido el contacto con cualquier humano que no fuese su protegida.
Los doscientos sabios del Emperador Hij alimentaban los fuegos, con troncos resinosos y hojas de romero, por turnos de siete. Todos ellos imploraban la sana llegada del retoño, y todos deseaban que su turno les diese cabida, por el designio de las llamas, a escuchar el llanto, del primer neonato, mientras miraban las ascuas de sus maderas, ya que aquél sería el signo de los educadores del nuevo sabio.
Fue a las tres horas del amanecer del día siguiente a las siete lunas y tres noches de la ocupación de las cuevas de Atilava, cuando, la primera moza parturienta, dio a luz a Giur.
Mala fortuna que hubiese sido hombre, siendo el turno de cinco mujeres las que se hallaban mirando sus brasas, el noble artesano dio punto final, a la estrella roja, con el primer llanto de Giur; pero saliendo con ella a la luz de la mañana, el primer rayo de sol que refulgió en el amuleto, iluminó la frente del recién nacido trocando en serenidad su atavío.

Y así Giur, hijo del hombre, fue elegido sabio del Imperio, trasladado de inmediato junto al hijo del Emperador Hij, para respirar cada noche de su mismo aire y beber cada mañana de su misma leche, con siete sabios encargados de su futura educación, de los cuales cinco fueron mujeres, con la mayor estrella de granate terminada, con el brillo incandescente, en la mirada, de las llamas del Astro Sol, sobre las montañas de Aruel y con el calor de las lumbres causicas de las gentes de Esquida en su habla.

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