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Mi primer relato

Según algunos, en las antiguas tradiciones de Australia, el hombre está hecho para cantar, esa es su funcion, y por eso tienen las letras...

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Algunas veces me tomo una cervecita para pensar, bueno, la verdad es que no alcanzo aún a dilucidar si no será que me pongo a pensar para tomarme una cervecita; el caso es que reocorro Madrid, me encanta vagar por sus calles, buscando un sitio lleno de gente, con música agradable a mis oídos y situacion (alunas veces, incluso, me basta con algo de extremo duro, nunca lo admitiré cara a cara); lo más difícil es pasar desapercibida, siempre me ha gustado la soledad y no dejaré nunca de ser una damita en este tablero de blancas y negras.

Me gusta el olor a madera vieja, nada de tabernuchas desarrapadas, simplemente la solera de un sitio bien cuidado; me siento y me dejo llevar por esas reflexiones que algunos llaman meditar, hago recuento de las amarguras y las pongo en su sitio mientras mi mirada se posa en aquel girasol graciosamente abandonado en la esquina del techo, o en el dibujo digno de mención de lo que parece ser la infantil mano del dueño: Un ojo tosco y gigante con cuatro muñecos que para alguien sin duda debe de significar algo, y que cuelga, plastificado por una carpetita transparente, de esas con agujeritos de carpesano, alguna vez buscaré el nombre.

La espuma va bajando, la espirituosidad va subiendo, los ojos se entornan en ese puntito feliz que jamás dejaré llegar a la borrachera.

Entonces es cuando adoro vivir en Madrid: ¡Existen las tapitas! Algunas veces es un buen queso, un par de lonchitas, otras algo de (Esto tampoco lo admitiré en público) choricito, unas aceitunas negras, arrugaditas y aplastadas siempre vienen bien con la cerveza; y entonces, aproximadamente se dividen al cincuenta por ciento las experiencias: La mitad de las veces se me acerca alguien del color contrario, haciéndose el gracioso, el valiente o casualmente desamparado en su particular visión catastrófica del mundo; La otra mitad, las conversaciones ajenas van desalojando mis propios pensamientos, me hago la distraída, como si siguiese pensando, sigo intentando pasar desapercibida, cada vez con menos esfuerzo.

Los pantalones vaqueros y hasta media pierna del camarero despiertan mi curiosidad ¿Será que vive todavía en casa de sus padres?

El chico de aquella pareja no deja de mirar a todas las mujercitas con ojos terriblemente obscenos, ante el temible disgusto de la que parece ser su desafortunada novia.

El grupo colindante a mi mesa está hablando en italiano. Los chicos de enfrente acaban de conocerse y se empeñan en entenderse en diferentes idiomas, a pesar de que no se atraen físicamente. El camarero vuelve a pasar y, esta vez (siempre disimulando), me fijo en sus zapatillas, tan desgastadas que prefiero clasificarle en friky de los videojueos y descartar la buena vida con sus progenitores.

Hay ambiente, he conseguido lo que de ninguna otra forma consigo, dejar de importarme a mi misma y mis circunstancias, vivir el momento: Tan solo son dos cervezas, diez cigarrillos y un par de tapas

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