Entrada destacada

Mi primer relato

Según algunos, en las antiguas tradiciones de Australia, el hombre está hecho para cantar, esa es su funcion, y por eso tienen las letras...

Surrealismo: Los gatos no lloran



Pedro estaba en la cocina preparando unos espaguetis con atún.
La estancia rezumaba algo de húmeda miseria. Indiscutiblemente significada en la ancestral pintura del techo, en sus relieves y varios descascarillados rebordes. Estos rebordes, estaban distribuidos a lo largo y a lo ancho, con cierta predisposición estadística hacía el centro de aquel.

Miseria, mal disimulada, con el empapelamiento de las grietas de aquellos azulejos florales y los obscuros intersticios entre ellos;

Olía a conglomerado recién salido de la famosa marca de muebles. El blanco de las chapas de madera, empezaba a sufrir una camaleónica transformación; que, aunque, en teoría, aún retornable a su original característica cromática; prometía llevarse a cabo para ser instaurada cómo perenne signo de la desidia de las personas de cuyos cuidados dependía.

Churretoncillos de grasa comenzaban su bienvenida al mundo llorando bajo los armarios, e inmediatamente adyacentes a la vitrocerámica, gotas minúsculas de salsa de tomate, en multitudinarias congregaciones, amenazaban con converger en una única masa clamorosa por la liberación del ácido carbónico de los refrescos. Habían elegido, cómo conclaves primigenios, las piezas cerámicas, plásticas y metálicas ideadas para cumplir la función de estación de descanso temporal para las cuberterías y vajillas. También inundaban el alicatado colindante con la profunda y atestada pila.

Dentro de la pila, un desalineamiento de tenedor, plato, vaso, plato, cucharilla, plato, vaso, tazón, cuchillo, plato, coronado por un pequeño cazo, sobresalía amenazando la encimera.

Existían tres bolsas de basura, correspondientemente al intento de obtener una escala moral válida en un mundo mediáticamente preocupado por el equilibrio medioambiental, que escondían, tras sus cartelitos en el cubo trideparmental (de una tienda monocultural y económicamente al alcance de casi cualquier habitante urbanita, del universo dónde Luis preparaba sus espaguetis con atún) latas, cartón y orgánicos: huesos de pollo, cigarrillos y envases de embutido, que se incorporaban respectivamente, a la atrabiliaria mayoría de encasillamientos correctos. Tal era el antojo del baile de los desperdicios.

Era una casa con infinitud de recovecos sociales a los que no adherirse, siendo para algunas mentes, sobre todo jóvenes recién salidas de sus hogares familiares tradicionales, un recúmulo de historias curiosas en las que recrearse entre la salida del hastío y el asombro insalvable que todos sentimos hacia lo desconocido.

Tenía diez habitaciones, antropológicamente tan dispares, que absolutamente todos sus habitantes rezaban cada noche a todos los dioses por el no descubrimiento de la bomba nuclear por sus vecinos. Tres cuartos de baño, de los cuales sólo uno se encontraba en disposiciones higiénicas diarias de acoger al ochenta por ciento de la población; los otros dos, relegados a los dos guetos principales e indiscutibles al veinte por ciento restante, estaban controlados por la mafia del hedor a testosterona que amenazaba en cuanto se hacía un hueco de dos cm entre las puertas y su marco. Un salón indómito, tan indómito que, a pesar de los intentos de la práctica totalidad de las gentes que por allí pasaron, absolutamente nadie consiguió domesticarlo lo suficiente cómo para entablar más de diez minutos de relación con él. La terraza virgen, decían las lenguas, en el lenguaje de las leyendas, que el más atrevido y valiente varón que pueda imaginarse osó una vez poner el pie en ella y el salón, hechándosele encima, le rodeó y , oprimiéndole todo el cuerpo hasta casi la asfixia, le escupió por la ventana, lleno de cardenales y con el corazón bastante dañado, directamente hasta el hospital más cercano. Y por supuesto la cocina antes mencionada.

Luis tomó sus espaguetis con atún, los vertió en el plato que guardaba habitualmente con mucho celo en su armario ropero, y , manteniendo el medio metro de separación de rigor entre su vientre y la encimera, investigó ( durante al menos dos minutos, con el plato de espaguetis en la mano izquierda y la cacerolilla en la derecha) cuál sería la fórmula para poder fregar única y exclusivamente el utensilio que, en aquellos momentos, le había servido para cocinar. No se le ocurrió ninguna, pero recordaba los consejos de su profesor de matemáticas, allá en la infancia: “Cuando tengas un problema y no se te ocurra ninguna solución, déjalo estar, deja que tu mente descanse y al día siguiente prueba volver a intentar resolverlo; El subconsciente seguirá trabajando y será más efectivo.”. Jamás olvidaría aquél sabio consejo.

Procedió pues a dejar el recipiente sobre el cazo incipientemente sobresaliente del ras de la pila y se fue a comer los espaguetis a su habitación.


Mientras, yo, había podido observar, en pleno campo, el mejor documental posible sobre el alma humana en estado natural, al tiempo que tendía la ropa y dudaba si dejar la puerta de la lavadora abierta para que no cogiera olores (perversos e insalubres) o cerrada (para que el menos hábil no se golpease con ella las rodillas).

No hay comentarios:

Publicar un comentario