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Mi primer relato

Según algunos, en las antiguas tradiciones de Australia, el hombre está hecho para cantar, esa es su funcion, y por eso tienen las letras...

El mar



Aún recuerdo cuando a los ocho años nos invitaron por vez primera a ver el mar. Recuerdo las horas de automóvil, la pesadez del aire en el reducido espacio, el amontonamiento de las maletas, a mi lado, en el asiento, la sed, las ganas de ir a orinar, las paradas en las gasolineras. Recuerdo la riña entre mis padres y la escéptica angustia que lo envolvía todo. Y cuando no podía más, cuando mis gritos comenzaban a irritar mi garganta que se empeñaba en no dejarlos salir... El mar. El coche abandonado a su suerte y... El mar. Ese azul omnipresente frente a mi mirada, no sentir más que la vista de su espuma y el arrullo de su oleaje. Descalzarme y, acercándome con respeto, sentir como la sal que bajo mis pies se escapaba, haciéndome cosquillas, se agarraba a mi piel y me cerraba los párpados. Recuerdo haber pasado la eternidad mientras me hundía en la línea de la playa, atesorando los tenues embates de una brisa blanca que me traspasaba; un segundo de más y todo, y yo, sería el mar.
Tres años después volvimos a regresar a ese destino que, dicen, es universal. Esta vez con dos nuevos visitantes que no habían tenido la oportunidad de verlo nunca antes, mi bisabuela y mi hermano de tres años de edad. De nuevo el coche, las maletas, más aún, las paradas, las gasolineras. Mi angustia era ahora expectativa y, aunque el ambiente era igualmente sofocante, se hacía mucho más llevadero. Cuando mi bisabuela lo vio, cerró los ojos, volteó su cuerpo y nunca más quiso volver a tenerlo enfrente. Mi hermano corriendo quiso agarrar su primera ola, sin descalzarse siquiera, pero aquella se escapó de sus manitas, y en un alarde de azul traicionero mareó sus pocas experiencias dando de bruces contra la arena.
Los veranos de los años de pubertad vinieron bañados en sensuales vaivenes, que obnubilaban mis sentidos, con criaturas tales como los erizos y estrellas de mar, pulpos, algas y medusas. Universos de finas costras blancas en los recovecos de las carcomidas piedras.
Si me preguntan, no existe la existencia allá en el mar, tan solamente existe el vaivén dulce de sus aguas en calma, o el vaivén áspero de las algas contra las piernas, cuando se hace más agitado y amenaza con dejar de susurrar, cuando exclama, exclama con algo que excede toda fuerza vital y entonces si que no existe nada más que su sal.
Uno puede elegir no verlo, cerrar los ojos y escucharlo allá lo más lejos que quiera. Uno no puede elegir poseerlo, sus juegos exceden nuestros pequeños egos. Uno puede dejarse asomar por allí, hacerse el encontradizo y, mientras lo adora, dejar que le lama a uno las heridas y rezar para que lo deje, algún día, al mundo normal regresar.
Hace mucho que no veo el mar.

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